domingo, 24 de abril de 2011

Pasadas las doce.


La lluvia, dulce danza vertical,
que disipa mi recurrente angustia nocturna.
Cae sobre la oscuridad, sobre el negro pavimento,
sobre las canas de algún viejo indefenso,
sobre el sexo de algún cadáver en el bosque.
Llega a los verdes pastizales,
ahora negros también como la noche,
hundidos en la penumbra, ocultando algunos secretos,
algunas escenas lascivas, quizás el impune incesto.
Lavas la sangre de algún crimen imperfecto,
corres el maquillaje de las putas de la calle,
ocultas las lágrimas con tu líquido manto.

Llegó rápido y se fue rápido. Piel morena, labios carnosos y provocativos, ojos desorbitados como de fealdad, no de lujuria ¡de fealdad! Lo tendí sobre la cama, lo besé y toqué su viril miembro. No me toques –me dijo él- y dejé de hacerlo. Insistí nuevamente y el fluido bañó su abdomen, le seguí porque quise desprenderme de la incómoda situación. Entré al cuarto de baño y me limpie rápidamente, él dijo que se iba, yo pensé ¡oh qué alivio!
Después de tan desagradable y aburrida experiencia tuve que ocupar mi tiempo en algunas meditaciones y he aquí el enjambre de pensamientos que acudieron después de medianoche, cuando el pesado tráfico no obstruye las jóvenes reflexiones de un alma desesperada.
¡Ay el eterno retorno! Cuántas noches he gastado en intentar viajar a ese pasado marchito, mustio como los minutos, bastardo como cada segundo, pero inmoral como la eternidad ¿Retorno? ¿Acaso una mirada perspectivesca a la ruindad de mi interior? ¿Es ese eterno retorno? Acaso sea un retorno a todas las posibilidades que de niño encontraba en cada rincón de mi alcoba, quizás sea también un retorno a la maldición de la soledad, o mejor aún un, a la infinita muerte, a la madre de todas las cosas, a la conscupiciente y sádica muerte, esa descarada, inalterable e infalible acompañante, la única que bajo la luz de una pálida luna me dice la verdad. Porque la muerte es inmaculada y perfecta, inequívoca y hermosa, la muerte siempre llega después de las doce, cuando callan las aves y vuelan las moscas sobre mi cara.
Sábado, desastroso, día oneroso y lúgubre, cual lápida a la sombra de un ciprés. El domingo desperté y había un hombre a mi lado, hice caso omiso, él es otro espectro, una alucinación causada por mi inconfesado temor de la soledad. Lunes de madrugada, lunes de muerte y resurrección, lunes de mentiras.
Y en la ostentosa creencia del ser humano en la realidad, se halla una pérfida y cruel bestia, la inmovilidad de la imaginación, la corrosiva y destructora máquina de sueños es “la realidad”, esa a la que se aferran tantos idiotas, literatos, filósofos, doctores y maestros. Yo creo en la locura como método de liberación y retorno, un verdadero retorno, a los ancestrales sueños de nuestra vida marchita, allá en lontananza, donde las estrellas duermen bajo la almohada de una virgen doncella, donde el “ser” y “la cosa” son jaulas para perros rabiosos y la ominosa muerte burla las fronteras de lo racional.
Porque se ha visto la locura como cara decadente y podrida de la humanidad, pero si la locura ha de graduarse (y no al modo platónico) he de pensar que la peor locura es la del “buen vivir”, esa destructora de vida, esa contradictoria y sutil manera de asesinar la vida, esa clase de locura es a la que yo renuncio. Si loco he de volverme, será de placer y vicio, pero no de virtud.