jueves, 30 de septiembre de 2010

La luz en la ventana.


Pocas veces me atrevo a realizar la ardua tarea de escribir sinceramente sobre algún suceso particular de mi vida, tal vez porque evito lacerarme con palabras mudas, como la pena que me embarga en este momento. Esta pequeña historia comienza en un lugar terrible, donde el vómito se cuela por las paredes del baño, la orina gotea desde el techo y las voces se pierden en el infinito farfulleo colectivo. No se por qué Voltaire rozó fugazmente mis labios, pero supe enseguida que el pez estaba en la red. Las botellas se amontonaron, las colillas de cigarrillos caían constantemente sobre el inmundo piso y yo sólo quería irme con él.

La madrugada era fría y húmeda, una brisa helada bajaba desde las oscuras montañas, el tráfico se había detenido y en la radio sonaba una vieja canción que hablaba sobre la nariz de una esfinge o quizás sobre la inestabilidad emocional y las imperfecciones de Dios. Yo hablaba de cáncer, muerte y la inconmesurable debilidad del ser humano, del tráfico de sentimientos y de la caja de Pandora. Él sólo escuchaba atentamente, sentado a mi lado, con las manos sobre las rodillas y fumando un cigarro. Mi historia terminó rápidamente, debido a que el alcohol extranguló mis cuerdas vocales y hablar adecuadamente se tornaba más y más difícil. La madrugada se hizo más oscura y fuimos a la casa de su padre. Había candados por todas partes y pasaron más de cuarenta minutos antes de que pudiéramos entrar, él tenía un manojo con muchas llaves y ninguna parecía funcionar, ni en las cerraduras de las puertas ni en los candados. La oscuridad no facilitaba la tarea, además hacía un frío infernal que me hacía rechinar los dientes, estuve a punto de pedirle que me llevara a casa, pero finalmente todas las cerraduras cedieron y entramos...

Adentro había un silencio absoluto, la casa estaba toda cubierta de polvo y además no había un sólo mueble, por lo tanto Eco hizo su aparición y se le escuchaba por todas partes. Él encendió algunas luces, caminó por toda la casa y luego las volvió a apagar, nos envolvieron nuevamente las tinieblas. Fuimos hasta la sala y nos sentamos junto a la ventana, allí entraba la luz del farol de la calle y alumbraba la mitad de su cara, su perfil en la oscuridad parecía el de una estatua griega alumbrada por la luna, yo estaba embelesado mirándolo y él me miraba fijamente, yo quise retroceder, pero no pude. Yo estaba muy cansado y apoyé mi cabeza sobre su pecho, ahora lo miraba mucho más cerca, sus ojos buscaban los míos en la espesura de la madrugada y yo me dejé encontrar. Nos besamos largamente, sus labios eran del más suave terciopelo y sus brazos me abrazaban fuertemente, su virilidad me excitaba en demasía, estaba tan a gusto que deseé que la luz del día no llegara en mucho tiempo. Desnudos en el frío piso seguíamos acariciándonos, sus besos iban en todas direcciones de mi cuerpo y yo le correspondía de la misma manera. Yo lo tomaba suavemente por el cabello y lo acercaba hasta mi boca ¡qué divinos labios tiene! Si alguien hubiera pasado en ese momento, habría visto a través de la ventana cómo se abrazan las sombras, porque así veía yo nuestros cuerpos, como dos sombras en éxtasis, devorándose mutuamente, una orgía con la oscuridad. El calor de su cuerpo terminó por mitigar el terrible frío, y abrazados en el piso, envueltos en la lobreguez de la sala empolvada llegamos al clímax. Largo rato permanecimos sentados, besándonos cálidamente. La luz en la ventana nos acompañó y siempre supo que yo me iría solo.

No diré nada de él, ya se ha ido.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Confesiones II.


He de hacer mi segunda confesión temiendo el repudio de todo aquel que se atreva a leerme, pues podrá pensar que todo cuanto he dicho ha sido construido sobre la enclenque estructura de la falsedad. Sin embargo debo preguntar ¿es lícito que un ser humano haga la abominable afirmación de no haber mentido jamás? Dios mismo repudiaría a ese ser y lo esclavizaría al aburrimiento del cielo.
Yo por el contrario adoro las mentiras, mi abuela solía decirme “la mentira es la hija mayor del diablo” y he de decir que soy un lacayo de esa noble mujer que los imbéciles “sabios y correctos” llaman mentira. Mentir se convierte en una valiosa herramienta para llegar a determinados fines, sin correr el riesgo de atravesar un peligroso medio. Además al mentir pones a prueba tu verdadera capacidad para recordar, esto sin exceptuar la maravillosa tarea de invención a la que conlleva una mentira tras otra. Anatole France tiene una hermosa frase para describir cuán importante es esta cualidad del hombre: “Sin mentiras la humanidad moriría de desesperación y aburrimiento”. ¿Hace falta que diga el significado de la frase? No, claro que no, ustedes mis queridos mentirosos, perciben cuan falso es el universo, incluso cuando un “letrado” trata de probarles una verdad.
¿Es acaso posible encontrar amor a través de las mentiras? ¡Pero absolutamente! Me atrevo a aseverar que el amor no es más que una quimera de insensateces, una de las más grandes fuentes de mentira que pueden existir en el universo, prueba de ello es la facilidad con la que se deja de amar, y si se le adjudica esto a causas psicológicas no es mi asunto, pero es tan claro como un manantial, que todas las historias amorosas se fundan sobre mentiras, desde amores poéticos (Madame Bovary) hasta los que se nos presentan como reales y más próximos a la cotidianidad, tal es el caso de los padres divorciados, o de la amiga que llora en nuestra sala porque su esposo la ha abandonado. Algunos pensarán que es ridículo y absurdo conseguir el amor a través de la falsedad, pero yo los invito a buscar en lo profundo de su alma, y entonces encontrarán una fuente de engaños, producto del “amor” que se siente por el otro ser.
Cuando “amamos”, ocultamos cosas al otro ser, en la mayoría de los casos “para no hacerle daño”. Esto no es más que una forma de mentir de menor grado, pues hay distintos tipos de mentiras. He decidido por tanto calificarlas en distintos rangos, para demostrar con qué frecuencia mentimos sin darnos cuenta, esto por tanto, nos convierte en seres autoengañados, no por el hecho de decirla, sino que constantemente mentimos acerca de nuestras mentiras. Pareciera un absurdo e interminable trabalenguas, quizás os aburra este escrito, no ha sido esa mi finalidad, pero ha sido un arduo trabajo escribir mi segunda confesión, sobre todo cuando todo cuanto digo queda en tela de juicio. He de comenzar pues con mi calificación:
-Mentiras “piadosas” o “blancas”: así se les llama de forma eufemística a aquellas mentiras que el hombre piensa que no tendrán trascendencia alguna ¿se ha oído alguna vez mayor estupidez? ¡cómo si no fuera necesario mentir un millón de veces más para poder llevar una historia medianamente coherente, pequeñamente humana! No son ni blancas, ni rosadas, son simplemente mentiras, y una vez que te sumerges en el lago del engaño, no querrás dejar de beber de su agua. Nietzsche ya ha hablado de la increíble facultad que tenemos para mentirnos a nosotros mismos, pone un ejemplo muy básico y al mismo tiempo infalible: “Calcular, es una forma de mentir”. Es por eso que reafirmo nuevamente que mentir es naturalmente humano, incluso en situaciones que no lo ameritan, distorsionamos la verdad ¿eufemismo nuevamente? ¡mentimos! Cuando negamos la verdadera razón por la cual dejamos de hacer una tarea, o por qué dejamos de asistir a una cita, aunque parezca una “pequeña mentira” “piadosa y blanca”, simplemente engañamos, no decir la verdad es engañar, no hay por qué presumir de verdades cuando la falsedad está latente. Incluso, mi clasificación es un engaño…
-Mentiras medianas: Esta clase de mentiras suele ser peligrosa y dañina, pues no hace más que inflamar de dudas y arrepentimientos a quien las ha dicho. Por ejemplo cuando se miente a los padres, el adolescente sufre un ataque de remordimiento que le hincha el alma de desconfianza y temor, porque se ha “pecado”. Esto no es más que una forma de aniquilar la vida, quiero decir, el absurdo temor con el que nos han criado, ese de ver en la mentira un acto de vileza y cobardía, cuando realmente la mentira es la mejor aliada del poder y la gloria ¿un ejemplo?, lo diré al final y seré muy breve, pues la tercera clase de mentiras es la que nos ha permitido persistir como civilización. La esperanza es otra forma de mentira mediana, pues nos empeñamos en creer que las cosas mejoraran (casi siempre por si solas), cuando no hacemos nada al respecto, la esperanza nos deja en un estado de quietud miserable, donde dejamos a la deriva todo nuestro porvenir. Lo mismo sucede durante la enfermedad terminal, engañamos a la vida con la falsa lejanía de la muerte…
Mentiras de poder o gran mentira: políticos, reyes, filósofos y Dios.

“Las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña”. Adolf Hitler.

martes, 21 de septiembre de 2010

Confesión I


De cada atrocidad que cometí en mi vida, nunca me arrepentí de ninguna, mucho menos de aquellas donde se veía comprometida mi "reputación", ese absurdo y malévolo concepto que no define sino un enjambre de concupiscencia y pecado que los ciegos y mediocres "sabios" usan para manejar al rebaño aturdido. A diferencia del resto de los pecadores, yo disfruto mis pecados, los saboreo con paladar felino, copulo constante y agresivamente con la insensatez, madre de toda la genialidad humana. Esto es como habrán notado mis queridos lectores una confesión, pero no una confesión cualquiera, no un proceso burdo y aburrido como el de los católicos, quiero decir, ese tipo de confesiones donde te arrodillas detrás de una rejilla y le pides perdón a un glotón, cerdo y mal vestido hombre, es una tarea de Inquisición.

Yo por el contrario, la hago pública y divertida, yo me burlo del dogma cristiano y del absurdo y execrable proceso ético de la sociedad, yo soy una bestia escritora, yo poseedor de la fuerza ancestral de la verdad, me rehúso a callar mis pecados, porque la sensualidad de cada crimen, de cada cada idiotez, de cada pecado, es mi única verdad, mi mas preciada amiga, lo Bello de cada día que he vivido, ha sido el acto de pecar, pero no cualquier clase de sacrilegio contra la voluntad de Dios, ¡no! mis crímenes, son de hecho la fuente inimaginable de la vida.

He aquí una breve descripción del último crimen cometido. Se trata esta vez de un hecho común y vulgar, casi imperceptible, pero de hecho, de gran envergadura. Hace algunas semanas, sentado en mi escritorio, rodeado de viejos libros y revistas, decidí alejarme de todos los problemas estéticos contemporáneos, para tomar una copa de vino. Me embriagué y quedé tendido sobre la alfombra hasta la mañana siguiente. El intenso sol se filtraba a través de las cortinas vinotinto, manchando de rojo toda la habitación, dándole un aspecto de prostíbulo económico y vulgar, una especie de bar de mala muerte, donde pueden ir a reunirse todos los maestros de filosofía y descargar sus reprimidos deseos sexuales. Sucede que algunas veces nos levantamos y no sabemos si los recuerdos (o pensamientos) que pasan en esos instantes por nuestra cabeza son sueños o sucesos de la noche pasada; por tanto quedamos ensimismados por largo rato, meditando sobre esas acciones que hemos cometido, actos lúbricos y maravillosos, pecados divinos, bailes donde todos llevamos la máscara de la lujuria. De repente lo recordé todo, supe que no estaba solo en aquella habitación, una sombra se acercaba a mi espalda, entonces reconocí a mi joven amante. Él tiene catorce años, hermosos ojos grises como el otoño y la piel tersa y suave, tan divina como la piel del durazno. Él es mi ahijado, y vive conmigo desde que murió su madre. Ya se lo que deben estar pensando todos mis lectores, pero no, no abusé de él nunca, no lo besé sino hasta que tuvo trece años, aunque si he de confesarlo, me enamoré de él apenas cumplió los doce, pues a esa corta edad ya parecía un joven de dieciseis o dieciocho años, con un cuerpo atlético y esbelto, como venido de la antigua Grecia, además con un magnífico conocimiento de las artes antiguas (más que de las modernas y contemporáneas) y un exquisito gusto por la filosofía moderna. Fue él quien se acercó a mi por primera vez y me dijo: "Me gustan los hombres, me gusta mi profesor de filosofía". Yo no dije nada, lo miré fijamente y comprendí todo, yo era su profesor de filosofía.

Anoche por primera vez hicimos el amor, él tiene catorce años, yo tengo más de treinta. ¿Soy un vil y asqueroso villano, un canalla que pretende hacerles creer que un joven hermoso e inteligente vino a mi sumisamente, en busca de amor y lascividad? No pretendo convencerlos de nada, sólo hago mi confesión, sin omitir detalles importantes como la edad del mancebo o las circunstancias en las que se produjo todo. Yo soy profesor de Arte Renacentista en la Universidad de... y vivo en la ciudad de P..., vivo solo, no tengo mascotas, tampoco muchos amigos. Él viene a verme cada fin de semana y se queda a dormir, cenamos juntos y de vez en cuando damos un paseo. Le gusta leerme poemas de Baudelaire cuando estoy casi dormido, lo sé porque su tono de voz se vuelve grave y seguro, como si del poema surgiera un nuevo ser, inquebrantable y eterno, un Dios poeta.

Este es mi pecado favorito, abolir la pureza de este joven de catorce años, hacerlo partícipe de mis más lúbricos deseos, ahogarlo en el placer de los sentidos, oírlo gemir de satisfacción, verlo sudar en mis brazos y besarlo hasta el final del placer, cuando los cuerpos explotan y súbitamente se separan, para luego volverse a amar en un impetuoso abrazo.

He llegado al final de mi primera confesión. Dios me perdone.