martes, 21 de septiembre de 2010

Confesión I


De cada atrocidad que cometí en mi vida, nunca me arrepentí de ninguna, mucho menos de aquellas donde se veía comprometida mi "reputación", ese absurdo y malévolo concepto que no define sino un enjambre de concupiscencia y pecado que los ciegos y mediocres "sabios" usan para manejar al rebaño aturdido. A diferencia del resto de los pecadores, yo disfruto mis pecados, los saboreo con paladar felino, copulo constante y agresivamente con la insensatez, madre de toda la genialidad humana. Esto es como habrán notado mis queridos lectores una confesión, pero no una confesión cualquiera, no un proceso burdo y aburrido como el de los católicos, quiero decir, ese tipo de confesiones donde te arrodillas detrás de una rejilla y le pides perdón a un glotón, cerdo y mal vestido hombre, es una tarea de Inquisición.

Yo por el contrario, la hago pública y divertida, yo me burlo del dogma cristiano y del absurdo y execrable proceso ético de la sociedad, yo soy una bestia escritora, yo poseedor de la fuerza ancestral de la verdad, me rehúso a callar mis pecados, porque la sensualidad de cada crimen, de cada cada idiotez, de cada pecado, es mi única verdad, mi mas preciada amiga, lo Bello de cada día que he vivido, ha sido el acto de pecar, pero no cualquier clase de sacrilegio contra la voluntad de Dios, ¡no! mis crímenes, son de hecho la fuente inimaginable de la vida.

He aquí una breve descripción del último crimen cometido. Se trata esta vez de un hecho común y vulgar, casi imperceptible, pero de hecho, de gran envergadura. Hace algunas semanas, sentado en mi escritorio, rodeado de viejos libros y revistas, decidí alejarme de todos los problemas estéticos contemporáneos, para tomar una copa de vino. Me embriagué y quedé tendido sobre la alfombra hasta la mañana siguiente. El intenso sol se filtraba a través de las cortinas vinotinto, manchando de rojo toda la habitación, dándole un aspecto de prostíbulo económico y vulgar, una especie de bar de mala muerte, donde pueden ir a reunirse todos los maestros de filosofía y descargar sus reprimidos deseos sexuales. Sucede que algunas veces nos levantamos y no sabemos si los recuerdos (o pensamientos) que pasan en esos instantes por nuestra cabeza son sueños o sucesos de la noche pasada; por tanto quedamos ensimismados por largo rato, meditando sobre esas acciones que hemos cometido, actos lúbricos y maravillosos, pecados divinos, bailes donde todos llevamos la máscara de la lujuria. De repente lo recordé todo, supe que no estaba solo en aquella habitación, una sombra se acercaba a mi espalda, entonces reconocí a mi joven amante. Él tiene catorce años, hermosos ojos grises como el otoño y la piel tersa y suave, tan divina como la piel del durazno. Él es mi ahijado, y vive conmigo desde que murió su madre. Ya se lo que deben estar pensando todos mis lectores, pero no, no abusé de él nunca, no lo besé sino hasta que tuvo trece años, aunque si he de confesarlo, me enamoré de él apenas cumplió los doce, pues a esa corta edad ya parecía un joven de dieciseis o dieciocho años, con un cuerpo atlético y esbelto, como venido de la antigua Grecia, además con un magnífico conocimiento de las artes antiguas (más que de las modernas y contemporáneas) y un exquisito gusto por la filosofía moderna. Fue él quien se acercó a mi por primera vez y me dijo: "Me gustan los hombres, me gusta mi profesor de filosofía". Yo no dije nada, lo miré fijamente y comprendí todo, yo era su profesor de filosofía.

Anoche por primera vez hicimos el amor, él tiene catorce años, yo tengo más de treinta. ¿Soy un vil y asqueroso villano, un canalla que pretende hacerles creer que un joven hermoso e inteligente vino a mi sumisamente, en busca de amor y lascividad? No pretendo convencerlos de nada, sólo hago mi confesión, sin omitir detalles importantes como la edad del mancebo o las circunstancias en las que se produjo todo. Yo soy profesor de Arte Renacentista en la Universidad de... y vivo en la ciudad de P..., vivo solo, no tengo mascotas, tampoco muchos amigos. Él viene a verme cada fin de semana y se queda a dormir, cenamos juntos y de vez en cuando damos un paseo. Le gusta leerme poemas de Baudelaire cuando estoy casi dormido, lo sé porque su tono de voz se vuelve grave y seguro, como si del poema surgiera un nuevo ser, inquebrantable y eterno, un Dios poeta.

Este es mi pecado favorito, abolir la pureza de este joven de catorce años, hacerlo partícipe de mis más lúbricos deseos, ahogarlo en el placer de los sentidos, oírlo gemir de satisfacción, verlo sudar en mis brazos y besarlo hasta el final del placer, cuando los cuerpos explotan y súbitamente se separan, para luego volverse a amar en un impetuoso abrazo.

He llegado al final de mi primera confesión. Dios me perdone.

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