domingo, 15 de agosto de 2010

Paradojas nocturnas.


El sueño de la razón produce monstruos, Capricho número 43. Francisco de Goya.

La noche es cómplice del asesino más descuidado. Las sombras siempre ocultan parcialmente casi cualquier clase de "crimen", desde la prostitución hasta los asuntos políticos. Él escoge las noches despejadas de los domingos, cuando las calles vacías, llenas de papeles, condones y envoltorios de dulces, no ofrecen espectadores o viejas asomadas en sus antiguas ventanas de hierro. Esa noche era particularmente tranquila, la señora de los teléfonos no estaba sentada bajo su enorme sombrilla y las ratas paseaban libremente en las aceras, como conejos en el campo. Así que él decidió bajar los ciento siete escalones que van desde la puerta de su departamento hasta la puerta de entrada del edificio, ciento siete escalones que habían recorrido más de cien de sus amantes. La brisa fría le hizo guardar sus manos en los bolsillos, así que su marcha parecía la de un vagabundo en una terrible noche de invierno londinense. Cruzó la calle y casi pisa la cola de una enorme rata gris que devoraba un pedazo de pan, el animal corrió y se escondió en un agujero de una pared con un enorme cartel que rezaba "¡La Revolución Avanza!", él pensó en lo paradójico de aquella imagen y una gran náusea le hizo acelerar la marcha.

Siguió derecho y pasó frente a una de las miles de Plazas Bolívar que hay en Venezuela, le produjo risa ver varias palomas dormidas encima de la cabeza del "padre de la patria", unas cuatro o cinco ratas voladoras triunfantes sobre un espectro, cuatro o cinco culos vertiendo toda la mierda sobre la enorme mole de bronce, quiero decir, otra paradoja más. Así que él pensó en lo burlesca que se presentaba esa noche, mientras él iba en pos de un orgasmo, las palomas y las ratas eran las verdaderas dueñas de la ciudad, por las noches, casi todas las ciudades se convierten en un zoológico, pero los enjaulados somos nosotros.

Unas cuadras más adelante pasó frente a una iglesia y sentó un rato a observar el enorme Cristo con las manos abiertas que corona la cúpula octogonal, la luna se asomó detrás de unos cúmulos de nubes y la escultura adquirió un tono plateado, la imagen golpeaba su mente, y recordó una vieja frase que había oído en uno de los seminarios de arte a los que había asistido en su juventud, la frase decía "La imagen golpea la mente". Cuando culminó aquel momento catárquico, él se levantó y vió a dos indigentes copulando asquerosamente sobre unos cartones, justo al lado de la iglesia, continuos al cuerpo de Cristo. Dios se había convertido en un voyeurista, Dios es un aberrado sexual, Dios lo observa todo.

Todas las paradojas de la noche le hicieron estremecerse, una corriente helada invadía cada vena de su cuerpo, la sangre parecía fluír con dificultad, como si se hubiera enfriado hasta el punto de cristalizarse. Encendió un cigarrillo y marchó con lentitud, como un turista que disfruta su última noche en París, caminando tranquilamente por los Campos Elíseos, contemplando la eternidad del arco de Napoleón, desviando su vista hacia todas las maravillas que semejante paisaje ofrece al ojo humano. Cuando el último residuo de ceniza cayó al piso, había llegado a su destino, tocó el timbre y Sebastián abrió la puerta. Pero antes de entrar, tomó el crucifijo que colgaba de su cuello y pidió perdón a Dios.