jueves, 18 de noviembre de 2010

Diálogo entre Eros y Afrodita.


El sol declinaba en el oeste y sentados sobre una enorme piedra blanca se encontraban madre e hijo, debatiendo sobre las arbitrariedades, contradicciones y belleza del amor. la brisa otoñal soplaba sobre el dorado cabello de Afrodita, mientras que los bucles de Eros resplandecían como oro a los rayos del sol del ocaso.

Afrodita: Creo hijo mío, que lo más importante no es el tiempo que amas, sino el amor a través del tiempo.

Eros: ¿Qué quieres decir con esto madre? ¿Acaso qué es el tiempo quién dicta el provenir de los amores?

Afrodita: De ninguna manera hijo mío, lo que intento decirte, es que el amor de un día puede ser más sincero, puro, elogiable, perfecto y bello que el amor que se profesan los esposos durante cuarenta años. Es innegable que las pasiones efímeras dejan un sello mucho más perdurable que el amor añejo de los esposos.

Eros: Refuto tan execrable idea madre mía ¿es acaso una incitación a la concupiscencia lo qué aseveras?

Afrodita: Si concupiscencia es el modo de conjugar amor e inteligencia, entonces si, es eso lo que asevero. Mira, te daré un ejemplo: Una pareja que sólo haya disfrutado del amor un sólo día, tendrá hermosos recuerdos de su amante, ninguna mancha podrá eclipsar los deliciosos momentos que vivieron en ese corto lapso de tiempo; por el contrario todos los enamorados que se hayan levantado y acostado juntos, comido, caminado y cuidado por un largo lapso de tiempo, tendrán siempre recuerdos indeseables en su alma, puesto que la convivencia prolongada entre dos seres pone a la luz del sol lo peor de los dos.

Eros: ¿Es entonces perjudicial el amor eterno qué se profesan algunos amantes?

Afrodita: No es sólo perjudicial sino estúpido, pues aniquilará pronto cualquier rastro de verdadero amor, quiero decir con esto, que pronto aparecerán ofensas, engaños, burlas y distintos parásitos que se gestan dentro de las relaciones duraderas.

Eros: Tú madre mía me incitas entonces a odiarte, puesto que el amor que profeso eterno amor por ti y desde el día en que salí de tu vientre, no he hecho otra cosa más que amarte.

Afrodita: Yo por el contrario hijo mío, te amé el día de tu nacimiento, pero al siguiente ya sabía que en cualquier momento serías mi peor enemigo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Sobre el miedo.


El acto más importante de nuestra vida es la muerte. Ernest Renan.

Dentro de las terribles calamidades que azotan el alma de los desgraciados, el miedo es sin duda la más cruel y eficaz. Punzante, frío, astuto, engañador por antonomasia, el miedo se disfraza de virtud, de encanto, incluso de valor. Las últimas semanas han logrado sacar lágrimas negras de mis demacrados ojos, pero el germen de todo ese llanto ha venido de mi antiguo temor a demostrar la debilidad de mis costados, siempre me he resguardado de no demostrar "un sólo punto débil", es decir, siempre el miedo se ha disfrazado de engaño, ha tocado a mi puerta y le he alojado como si se tratara de un invitado deseado. Oculté por demasiado tiempo la ausencia de "ella", ocultaba la palidez de mi alma con absurdos trajes coloridos ¡cómo si alma disfrazada fuera un escudo contra el dolor! Yo palidecí poco a poco, me hundía en la ciénaga de la incertidumbre, pero me hundía solo, siempre la soledad fue mi mejor compañera ¿absurdo comentario este? ¿es cierto qué la soledad es una peste cuya única necesidad es destruir la felicidad del hombre? ¡Qué fútil engaño es ese y qué vergonzoso es pronunciarlo! En la soledad encuentras el verdadero sentido y valor de las cosas, pues estás libre de la influencia de las corruptas almas de aquellos que te llevan a la absurda concepción de leyes que realmente terminan por acabarte, por ejemplo una moral universal.

Con el paso del tiempo creí que mi enemigo se alejaría para siempre, buscando refugio en espíritus débiles e inocuos, pero me equivocaba y resultó que la presa más fácil y más predecible era yo. Esto se explica muy fácilmente: siempre cantamos victoria cuando creemos haber vencido algún temor, pero lo hacemos simplemente para autoafirmarnos que somos capaces de hacerlo, mas nunca nos cercioramos realmente de ello. No bastaba con el regreso de antiguos fantasmas que yo creí haber expulsado de mi mundo, ahora venían cantidades de criaturas salvajes que acabarían por devorarme entero, sumiéndome en el terrible dolor de ser desmembrado miembro por miembro, es decir, me hundirían en mis temores más profundos. Así fue como nuevamente la luz debía permanecer prendida durante mi sueño, también regresé al hábito de llorar bajo las sábanas, volví a probar la tierra y sus parásitos, caminé nuevamente sobre brasas y dejé de lado la cordura social para dar paso a la cordura subjetiva.

Ahora mismo me encuentro embargado de temores, la zozobra es mi pan de cada día. ¿Quiénes viven sin miedo? ¡Cuánta blasfemia saldría de mi boca si me atreviera a aseverar quiénes lo hacen! Pero realmente no lo se y la incertidumbre es mi mayor temor. En la bebida bacanal encontré descanso, pero la resaca terminaba por desnutrir la posibilidad de levantarme y renuncia a mi infantil temor a la vida ¿lo he dicho tan prematuramente? ¿vivir es el mayor temor del ser humano? Es mi más sensata y ardua convicción, más no obligo a ser humano alguno a creer en las palabras de un jovenzuelo cuya carrera en la vida se ha basado tan sólo en un somero repaso a la literatura universal, a la evolución y a refutar las tesis religiosas sobre el buen vivir.

He confesado aquí entonces que no podemos librarnos jamás del temor mayor, de ese verbo llamado vivir, una palabra que encierra las más infinitas contradicciones. Siento mucho haberlo hecho tan apresuradamente, a veces no logro filtrar en mis escritos el mayor número de explicaciones posibles a mis tesis, pero he ofrecido algunas de mis visiones y eso basta para mi, para el más cobarde de los seres humanos.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Metamorfosis Feroz.


Estaba tendida sobre la cama sucia, manchada de sangre, mierda, sudor y demás secreciones corporales. Muda y ciega, gorda y amargada, esa mujer era sólo una masa informe con ropajes viejos y desgastados, olvidada en la enfermedad, abatida por los días en el olvido, cubierta por el ocaso de la vida. Aquella imagen era casi imposible de describir, pero me atreví a observarla concienzudamente, quise atrapar cada detalle, como si tratara de estudiar un cuadro, debía comprender cada detalle de la horrorosa pintura que se presentaba ante mis ojos. El olor de la mezcla de todos los fluidos emanados del cuerpo de la mujer penetraba en mi interior y me producía continuas arcadas, pero mi interés por grabar para siempre aquel horroroso recuerdo me contuvo las ganas de expulsar el miserable desayuno que tuve esa mañana.

Llevaba más de veinte días tirada sobre esa cama hedionda y vieja, el indigno estado en el que se hallaba la desafortunada mujer era inconcebible. Muchas moscas revoloteaban por la habitación, el nauseabundo olor las había enloquecido y ahora recorrían todo el lugar, buscando enardecidamente la fuente del mal olor, que sin embargo para ellas ha de ser una exquisitez. Los rayos de luz se colaban por una vieja ventana oxidada, caían sobre el piso polvoriento que delataba que no había sido limpiado en semanas. Quería correr del lugar, hasta quise olvidar lo que veía, pero sabía que el fin de la señora estaba cerca y quería observar cómo se extinguía la existencia en aquel cuerpo inmóvil, que sólo delataba un hálito de vida por el movimiento sosegado del pecho.

La escuché gemir varias veces, sus ojos muertos estaban cubiertos por una amarillenta telaraña (así lo describía ella antes de la ceguera total) y estaba totalmente inmóvil, no podía entender cómo seguía viva, aún cuando no estaba conectada a ningún tipo de dispositivo que pudiera mantenerla con vida. La mirada fija en la nada era aterradora ¿en qué pensaba aquél miserable ser? Si pensaba en algo triste, amargo, alegre era imposible saberlo, ya no había lágrimas en sus ojos, de eso estaba seguro, tampoco volvería a ver una sonrisa dibujada sobre el rostro de la mujer, ella era inexpresiva, no por voluntad, pues la enfermedad había terminado por robar toda esencia de la pobre mujer.

Yo la vi consumirse lentamente, antes de quedar tendida sobre esa cama vi como la alegría escapaba de sus ojos y entonces se apoderaba el miedo y la locura de aquellos ojos marrones y tristes. La piel se fue tornando cada vez más opaca, como si la muerte tendiera primero un velo sobre la condenada, primero la sentencia, luego el castigo. Las manos vigorosas se convirtieron en un manojo de dedos callosos y las uñas perdieron su brillantez y ahora eran el hogar de insectillos y quién sabe cuál cantidad de porquerías sobrevivían en la inmundicia de aquellas manos que otrora acariciaban el rostro de un recién nacido. Arrastraba sus pesadas piernas, hinchadas y voluminosas, ahora peludas como las de un animal salvaje, cuando antes habían lucido bellas y contorneadas bajo un vestido de seda o una falda satinada. Era una metamorfosis rara la que sufría esa pobre mujer, no habría crisálida que la convertiría en una hermosa mariposa colorida y alegre que recorrería el límpido aire del verano, esta metamorfosis la encerraba en la crisálida del fin.

Antes de todo esto la había visto llorar por la caída de su cabellera negra y abundante, tirada en el piso reivindicaba su regreso, anunciaba que con la pérdida de su cabello se aniquilaba una parte de su feminidad. La cruel transición hacia la calvicie era atroz, las noches no bastaban para llorar esa terrible pérdida. Y no sólo era el dolor de haber perdido su cabellera de ébano lo que la hacía llorar y maldecir, también la había mutilado. Esa mutilación fue lo que la llevó a aruñar el piso y a rogarle a la madre tierra que le diera fin a la tortura ¿No les había dicho lo de la mutilación? Pues si, habían arrancado su seno derecho, lo habían hecho de la forma más salvaje y brutal que puedan imaginarse, arrancando tendones y nervios y dejando en su lugar una extraña bola de carne que horrorizaba a la desdichada mujer. Yo vi el vacío que quedó en su cuerpo y a ella la vi llorar y maldecir al médico que realizó semejante bestialidad. Esto la sumió en la amargura, la envolvió en el negro manto de la locura, enajenada de todo había renunciado a su papel de madre, dejando en el olvido a su cuarto hijo, un varón que había parido hacía dos años, cuando la demencia no amenazaba con entrar en su casa.

He descrito entonces cómo llegó esa mujer a la cama donde la vi tendida aquella mañana cuando el sol anunciaba la llegada del caluroso mediodía del trópico. Era el veintisiete de diciembre del año 2002. Salí a tomar un poco de aire, pues aquel aire enrarecido ya era insoportable. Afuera el sol brillaba con tosa su intensidad, el trinar de los pájaros contrastaba con la terrible escena del interior de la habitación, fuera reinaba la vida, la luz solar iluminaba la copa de los verdes árboles, el negro asfalto resplandecía y un tenue viento me revolvía el cabello. Pasados algunos minutos se asomó una mujer por la ventana oxidada y me dijo “Su mamá está muerta”.