lunes, 1 de noviembre de 2010

Metamorfosis Feroz.


Estaba tendida sobre la cama sucia, manchada de sangre, mierda, sudor y demás secreciones corporales. Muda y ciega, gorda y amargada, esa mujer era sólo una masa informe con ropajes viejos y desgastados, olvidada en la enfermedad, abatida por los días en el olvido, cubierta por el ocaso de la vida. Aquella imagen era casi imposible de describir, pero me atreví a observarla concienzudamente, quise atrapar cada detalle, como si tratara de estudiar un cuadro, debía comprender cada detalle de la horrorosa pintura que se presentaba ante mis ojos. El olor de la mezcla de todos los fluidos emanados del cuerpo de la mujer penetraba en mi interior y me producía continuas arcadas, pero mi interés por grabar para siempre aquel horroroso recuerdo me contuvo las ganas de expulsar el miserable desayuno que tuve esa mañana.

Llevaba más de veinte días tirada sobre esa cama hedionda y vieja, el indigno estado en el que se hallaba la desafortunada mujer era inconcebible. Muchas moscas revoloteaban por la habitación, el nauseabundo olor las había enloquecido y ahora recorrían todo el lugar, buscando enardecidamente la fuente del mal olor, que sin embargo para ellas ha de ser una exquisitez. Los rayos de luz se colaban por una vieja ventana oxidada, caían sobre el piso polvoriento que delataba que no había sido limpiado en semanas. Quería correr del lugar, hasta quise olvidar lo que veía, pero sabía que el fin de la señora estaba cerca y quería observar cómo se extinguía la existencia en aquel cuerpo inmóvil, que sólo delataba un hálito de vida por el movimiento sosegado del pecho.

La escuché gemir varias veces, sus ojos muertos estaban cubiertos por una amarillenta telaraña (así lo describía ella antes de la ceguera total) y estaba totalmente inmóvil, no podía entender cómo seguía viva, aún cuando no estaba conectada a ningún tipo de dispositivo que pudiera mantenerla con vida. La mirada fija en la nada era aterradora ¿en qué pensaba aquél miserable ser? Si pensaba en algo triste, amargo, alegre era imposible saberlo, ya no había lágrimas en sus ojos, de eso estaba seguro, tampoco volvería a ver una sonrisa dibujada sobre el rostro de la mujer, ella era inexpresiva, no por voluntad, pues la enfermedad había terminado por robar toda esencia de la pobre mujer.

Yo la vi consumirse lentamente, antes de quedar tendida sobre esa cama vi como la alegría escapaba de sus ojos y entonces se apoderaba el miedo y la locura de aquellos ojos marrones y tristes. La piel se fue tornando cada vez más opaca, como si la muerte tendiera primero un velo sobre la condenada, primero la sentencia, luego el castigo. Las manos vigorosas se convirtieron en un manojo de dedos callosos y las uñas perdieron su brillantez y ahora eran el hogar de insectillos y quién sabe cuál cantidad de porquerías sobrevivían en la inmundicia de aquellas manos que otrora acariciaban el rostro de un recién nacido. Arrastraba sus pesadas piernas, hinchadas y voluminosas, ahora peludas como las de un animal salvaje, cuando antes habían lucido bellas y contorneadas bajo un vestido de seda o una falda satinada. Era una metamorfosis rara la que sufría esa pobre mujer, no habría crisálida que la convertiría en una hermosa mariposa colorida y alegre que recorrería el límpido aire del verano, esta metamorfosis la encerraba en la crisálida del fin.

Antes de todo esto la había visto llorar por la caída de su cabellera negra y abundante, tirada en el piso reivindicaba su regreso, anunciaba que con la pérdida de su cabello se aniquilaba una parte de su feminidad. La cruel transición hacia la calvicie era atroz, las noches no bastaban para llorar esa terrible pérdida. Y no sólo era el dolor de haber perdido su cabellera de ébano lo que la hacía llorar y maldecir, también la había mutilado. Esa mutilación fue lo que la llevó a aruñar el piso y a rogarle a la madre tierra que le diera fin a la tortura ¿No les había dicho lo de la mutilación? Pues si, habían arrancado su seno derecho, lo habían hecho de la forma más salvaje y brutal que puedan imaginarse, arrancando tendones y nervios y dejando en su lugar una extraña bola de carne que horrorizaba a la desdichada mujer. Yo vi el vacío que quedó en su cuerpo y a ella la vi llorar y maldecir al médico que realizó semejante bestialidad. Esto la sumió en la amargura, la envolvió en el negro manto de la locura, enajenada de todo había renunciado a su papel de madre, dejando en el olvido a su cuarto hijo, un varón que había parido hacía dos años, cuando la demencia no amenazaba con entrar en su casa.

He descrito entonces cómo llegó esa mujer a la cama donde la vi tendida aquella mañana cuando el sol anunciaba la llegada del caluroso mediodía del trópico. Era el veintisiete de diciembre del año 2002. Salí a tomar un poco de aire, pues aquel aire enrarecido ya era insoportable. Afuera el sol brillaba con tosa su intensidad, el trinar de los pájaros contrastaba con la terrible escena del interior de la habitación, fuera reinaba la vida, la luz solar iluminaba la copa de los verdes árboles, el negro asfalto resplandecía y un tenue viento me revolvía el cabello. Pasados algunos minutos se asomó una mujer por la ventana oxidada y me dijo “Su mamá está muerta”.

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