jueves, 4 de agosto de 2011

De lo execrable del amor.


Tenía las manos entumecidas, aquella sensación que experimenté era incomparable a cualquier otra, fue como si en un segundo se alearan todas las formas posibles de placer, desembocando en un pequeño susurro que salió de mi boca.

Pero la mañana corría imparable, rauda y radiante; a través de las persianas se colaba la fuerte luz del sol del trópico y yo continuaba tendido en la cama, deseando que se quedara sólo un rato más. A las 11 de la mañana yo me alimentaba de un recuerdo; la pasada noche se presentaba distante, inalcanzable e imposible, como si de un error se tratara, como si mi recuerdo fuera un sueño y nada más.

Nunca permití que mi noble alma se impregnara de aquel aborrecible "amor" del que suele jactarse el vulgo. No creo que el placer sea mayor cuando "el amor" medie entre dos seres; únicamente el deseo, la voluptuosidad, la pasión y la lujuria son responsables de que el clímax de el acto sexual sea una explosión de placer inconmesurable.

Entonces cuando me levanté de la cama, tomé mi agenda, busqué la dirección de David y me dirigí a su casa, con la firme convicción de verlo en el espejo, follándome como a una prostituta, permitiéndole llevar a cabo cualquier voluptuosidad que se le ocurriera, dejándole vejar mi cuerpo repetidas veces; porque el amor es de la plebe, de esa especie débil y esclava, acostumbrada a sumirse a sentimientos palurdos y execrables. Yo por el contrario me sumerjo entre las más divinas pasiones de la lujuria, permitiendo si que mi cuerpo sea vejado, pero elevando mi alma hacia el ancestral éter, donde moran las nobles almas de aquellos que no se han permitido la desfachatez de cultivar un alma mustia, angustiada de abominables sentimientos que culminan con una vejez aburrida y en compañía, quiero decir, una vejez atada a la vejez.