domingo, 12 de febrero de 2012

Todas ellas

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!
Edgar Allan Poe (El Cuervo)

La vi perderse entre tantos rostros, indefinidos igual que ella, me alejé para no volver a verle. Corrí durante horas, cinco quizá, no puedo recordarlo, estaba tan cansado. Me detuve a tomar agua de un arrollo, sentía que venía detrás de mi, como una multitud de ellas y el pánico me derrumbaba, flaqueaban mis fuerzas, me fallaba la vista, estaba a punto de caer. Estuve jadeando durante horas, no podía detenerme, si me alcanzaba era el fin. Era ella, ella y otras más, ella y todo su séquito femenino, todas iguales, todas monstruosas, todas cazándome.

Sentía que no podía más y estuve a punto de quedarme allí tendido, sobre el negro asfalto de..., ¿de dónde?, ¿dónde estaba yo? No importa, así que allí estaba, a punto de darme por vencido, huyendo de aquellas terribles mujeres, las más despreciables y malignas sobre la tierra, esas Euménides multiplicadas por tres, nacidas de un mismo vientre, herederas de una sangre maldita, milenaria y rancia. Podía oír sus terribles voces, todas gritaban al unísono, corrían, volaban detrás de mi. ¡No, ahí vienen, ahí vienen! El pánico iba en aumento, mi garganta se hacía cada vez más estrecha. Mientras huía, pensaba que no existen peores segundos que aquellos previos a la captura, en los que sientes que la libertad está a punto de abandonarte para siempre, entonces te aferras como un niño a la falda de su madre cuando es abandonado en un lugar extraño, lloras, temes, mueres. Seguí mi curso, pensando que tal vez podría ocultarme entre la espesa vegetación de ese lugar en que me encontraba. Todo resultaba inútil, no había escondite seguro. Se acercaban más y más, a ellas se unían voces masculinas, gritaban mi nombre, querían matarme, o encerrarme...¡No, encerrarme no! Sudaba por todos lados, tenía la boca completamente seca y me ardían los ojos, pues el sudor penetraba en ellos, haciéndome cerrarlos constantemente, varias veces estuve a punto de caer. La onerosa noche vino sobre mi, sigilosa y siniestra, lanzándome al abismo de la desesperación. Me detuve, pensé, medité largo rato, debía hacer algo. Demasiado tarde, ahí vienen, ahí vienen esos cuervos sin alas, vienen a por mi, a devorarme. Sentí sus poderosas garras apretar mi cuello...

Desperté empapado en sudor, y temiendo que aquellos cuervos entraran a la habitación donde dormía, cerré el picaporte con llave.

Pero allá afuera aguardan, hijas de Argos.

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